En casa de mi abuela todo eran alcobas. La única habitación monda y lironda sin una antesala delante era aquella. La llamábamos el cuarto de atrás, y junto con una cama camera, una arqueta y una butaca con un tapiz granate, había una cómoda presidida por el retrato del padre de la madre de mi abuela. El abuelo Nericho. Estaba sentado en una silla de anea con las manos apoyadas en ambas piernas. Vestía faja, calzón y chaleco negros, medias y camisa blancas, alpargatas, y sujetando la cabeza algo impreciso entre cachirulo y turbante también de color negro. He de confesar que aquella fotografía me tenía hechizada. Nadie comprendía mi fascinación. Es más .Un día mi abuela me dijo: como no dejes esas manías, vas a terminar siendo una destarifada, pero yo, tozuda como nadie , escogía el momento en que cada uno andaba a lo suyo, al menor descuido y con la viveza de mis seis o siete años, echaba a correr escaleras arriba, me sentaba en la butaca granate frente al retrato de mi tatarabuelo, esperando descubrir los secretos que guardaba aquel hombre que miraba con seriedad. Una seriedad que no me asustaba. Al contrario, la sentía extrañamente íntima, cercana y familiar.
Pasaron los años y mi abuela determinó que yo no tenía nada de destarifada, ni de extraña, ni de extraordinaria, sino que me había convertido en una persona de tediosa formalidad y tan normal que si das una patada salen veintisiete mil como yo, y digo veintisiete mil por decir algo. Así pues, tras llegar a esta conclusión, una tarde de cierzo endemoniado, sentadas las dos alrededor de su mesa camilla, mientras ella calcetaba con cuatro agujas, me dijo: cuando yo muera quiero que el retrato del abuelo Nericho venga conmigo, porque sino ya me lo imagino por ahí tirado sin arrimo ninguno, o bien dando saltos, rodando de un lado para otro con un “aquí caigo, aquí levanto” agotador, sin encontrar aposento ni reposo en ningún lugar. No me atreví a decirle que lo quería yo, con gusto me hubiera quedado con él, pero sabido es que lo que quiere uno lo quieren todos, y que se puede montar una gresca fenomenal por un” quítame allá esas pajas» . Por reforzar el ejemplo diré que reuniones familiares han acabado como el Rosario de la Aurora, sólo porque unos opinaban que el invierno había sido lluvioso, y otros que no, que más bien había sido seco. Y hasta guerras se han desatado y nadie sabría decir por qué. De modo, que recibí el encargo dispuesta a cumplirlo cuando llegase el momento.
Un día helador del mes de Enero me avisaron de la muerte de mi abuela. Cuando llegué en la estancia resonaban los mantras católicos, entonces, el hermano pequeño de mi padre con gesto cansado y más colorado que de costumbre, se levanto, se acerco y me dijo al oído: Con ella va el retrato del abuelo Nericho. No respondí. Me quité los guantes y el abrigo, alguien señaló una silla, y me senté a esperar. Como todos.