
Todas las mañanas miraba el buzón de correos, pero nunca llegó una carta de Rocío. No habrá tenido tiempo se decía. Él no ignoraba que era una manera de engañarse a si mismo, y no sabría distinguir si ese pensamiento lo utilizaba para aliviar su decepción o para calmar su orgullo herido.
Martín, está casado, tiene tres hijos y a pesar de sus cincuenta y dos años, sigue conservando gran parte de su atractivo: moreno, en cualquier época del año, aspecto de cuidado desaliño, y siempre con la seguridad y el aplomo del que sabe que le rodean una serie de circunstancias que cotizan al alza, que el pavimento está diseñado a su medida y que nunca perderá pie. Pertenece a un elitísta club de golf que aprovecha para cultivar relaciones y negocios. Es asesor financiero y tiene su despacho muy cerca del Museo Provincial, lugar de trabajo de Rocío, una sevillana de treinta años a la que conoció cuando le quedaban sólo cinco días para acabar un mísero contrato laboral, y regresar a su ciudad. Así pues, la banda sonora de la película Candilejas sería muy apropiada para enmarcar la breve historia surgida entre los dos.
Un día seco, con sombras en la tierra y sin nubes en el cielo, el Destino los hizo coincidir en una de las cafeterías de la zona Era lunes, por la mañana. La hora del café. Martín en un momento distraído, notó como si alguien la llamase por su nombre, se giró y allí estaba ella, de pie, apoyada en la barra, dibujando en una libreta, ajena a todo. El pelo negro, enmarañado, recogido de cualquier manera, la estatura justa, no esencialmente guapa, pero sí mujer de potentes caderas, y rotunda presencia. Martín recuerda que había algo en su boca y en las formas de su cuerpo que lo atraparon, y no olvida como la miro y la deseó, y tuvo consciencia al instante de todas las formas que podría poseerla.
Tropezaron al salir, con ese lío que a veces se monta en las puertas, que no se sabe si abren para dentro o para fuera, y así entre disculpas y sonrisas nerviosas, sus pasos coincidieron de regreso al trabajo. A partir de aquel momento todos los días a eso de las once desayunaban juntos. Algo inquietos y torpes no conseguían lograr el punto exacto donde hallarse relajados. El sábado, último día de Roció en la ciudad, comieron en un restaurante cercano a la estación La rigidez y la falta de naturalidad de las mañanas no dejaron de estar presentes.Sin duda sus afanes no coincidían, sus caminos eran opuestos, o tal vez usaban conceptos distintos para nombrar las mismas cosas.
La salida del Ave Zaragoza-Sevilla estaba prevista a las seis de la tarde, ya casi a punto de despedirse, Roció volvía a sujetarse el pelo con un prendedor, y su mirada suspendida en el vació, parecía buscar una idea que diera sentido a todo aquello, y justo en ese momento, Martín, dejándose llevar, dominado, por el deseo casí irracional de olvidarse de él y de perderse en ella, le pidió un teléfono, un lugar, algo, cualquier espacio donde poder encontrarla. Ella le puso en la mano una nota con el número de su móvil, y él argumentando romanticismo y nostalgia de los tiempos epistolares le dió la dirección de su despacho.
Han trascurrido dos meses sin noticias de Roció y su teléfono tampoco responde. Martín sabe que su imagen con el tiempo acabara emborronada como un dibujo en la arena, pero el gesto de mirar cada día en el buzón ha pasado a formar parte de su rutina diaria. Esa rutina que a veces odia y que tanto lo protege.