Hoy he ido a desayunar al cafetín. El Colonial. A dos pasos de mi casa. Iría casi todos los días, si no fuera porque lo frecuentan conocidos, con los que de alguna manera siento que debo entablar conversación, y no, a esas horas no estoy para conversaciones. De ningún tipo. No me apetece hablar. Prefiero despertar despacio y disfrutar de un duermevela que para mí tiene sabor a tregua o escondite.
Esta mañana vivo a la orilla de todo, como una isla rodeada por un muro de espinas trasparentes. Acabo de salir de una gripe, que me ha dejado un estado de sopor acolchado y placentero que me resisto a abandonar
Son las doce del mediodía cuando salgo de casa. La gente anda envuelta en bufandas. Debe de hacer frío. Llego al café. Está bastante lleno, pero entre todos, nadie a quien tenga que dedicarle una mirada, ni un gesto, ni una sonrisa. Perfecto. Así me gusta.
Me instalo en mi rincón favorito. Un recodo el final de la barra donde es difícil que alguien pueda sentarse a mi lado. Pido una tostada con mermelada, sin mantequilla, y un cortado muy cortito de café. Arrellanada en mi particular madriguera me dejo llevar por la modorra. En la voz de Ella Fitzgerald suena » I Love Paris». ¡Mmm!. Me relamo. En El Colonial no hay tele, no hace frío y siempre suena música que alimenta el alma. En la calle el día sigue buscando su silencio.