
No podría decir cómo llegué a aquel lugar. La muerte de mi hijo marcó un tiempo borroso y un abismo insondable se abrió a mis pies. Me alejé de todos y de todo para evitar contagiarlos con la enfermedad del dolor. Cansada de mirar el mundo que parecía estar boca abajo, quise un espacio impregnado de otros recuerdos, otras presencias, otras vidas. Vidas de otros, con la esperanza de que pudieran explicar y sostener la mía. Elegí una casa de principios del siglo pasado en un pequeño pueblo de la Toscana. Del exterior impresionaba la solidez de sus gruesos muros de piedra, fachada de grandes balcones con destacados perfiles trabajados con cincel, y rematada con un alero de bellamente tallado. Un portón de doble hoja de madera maciza daba acceso al zaguán, y una claraboya poliédrica coronaba el final de una magnífica escalera de caracol. Aparte de su estética exterior también se produjo el hechizo cuando recorrí el interior de lo que fue, no mi hogar, sino el espacio al que arrastre una espesa desolación. Sus techos altos, los suelos con teselas de colores haciendo dibujos geométricos, salas y antesalas con restos de antiguos artesonados algo carcomidos y sobre todo el amplio vestíbulo, con su gran mirador semicircular que unía el suelo con el techo.
En esos días aciagos la desdicha ocupaba el lugar del sueño. No podía pensar, ni con la cabeza ni con el corazón. Ya no los tenía. Mi cuerpo vagaba sonámbulo, pegado a las paredes con la esperanza de escuchar voces remotas, que me hablaran con un lenguaje inventado, que pusiera nombre a sucesos que a mi me parecían inexplicables. Sólo silencio, rabia y odio. Un odio ardiente rebotando contra mí, contra el mundo y contra todo lo que tocaba. Con el paso de los días supe que se puede soportar el dolor, que se puede vivir con dolor, pero continuamente rezaba a todos los dioses para que tanto la rabia como el odio me abandonaran.
Nada era fácil. No era fácil dormir ni era fácil estar despierta. Decidí no pisar la calle, pues yo misma quedé estremecida cuando el espejo me devolvió una mirada torva y amenazante. Una mirada, pensé, que sólo verla la gente huiría a mi paso.
A veces, se produce el milagro y el bálsamo para las heridas y el olvido llega de donde menos se espera. Yo sólo ansiaba un instante de sosiego, un lugar donde posar mis ojos para que dejaran de mirar el vacío.
Así fue como durante un tiempo, el reflejo de una luz que todas las noches atravesaba el cristal del vestíbulo logró distraerme de mi locura.- En su inicio lo confundí con el rayo de una tormenta.- El resplandor procedía del otro lado. Una ventana desnuda, y tras ella, una lámpara antigua, iluminaba, como el teatro de la ópera en noche de estreno, un espacio tenebroso e inquietante. Al fondo, creí distinguir un cuerpo andrógino flotando en un líquido transparente dentro de una urna de cristal, cortinajes mugrientos y deshilachados, paredes anteladas con rastro de polilla, volúmenes difíciles de identificar y pinturas anatómicas como diseccionadas por el bisturí de un cirujano. Aquella atmósfera me provocaba una exaltación ambivalente de la que ni podía ni quería desprenderme. Mi obstinado interés se centró especialmente en un hombre que sentado en un sillón de respaldo alto, daba la impresión de querer pertenecer a otra época. Vestía una amplia camisa negra, demacrado, casi en los huesos. Un maquillaje blanco resaltaba sus pómulos, pelo largo y labios pintados de un rojo intenso, del color de la sangre. Sólo sus ojos azul pálido como el hielo saltando de un lado a otro igual que un pájaro inquieto, el humo del cigarrillo y las caricias que le prodigaba a aun hermoso gato negro lo hacían real. De manera que el hueco de la ventana formaba un recuadro que proponía un escenario turbador, enmarcado como una postal.
Todos los días, como único objetivo de mi pobre existencia, aguardaba de manera obsesiva, que aquel destello rasgara la negrura de la noche. Llegado el momento un misterioso resorte interrumpía mi duermevela. Me deslizaba hasta el vestíbulo, y me tendía a los pies del gran ventanal. Sigilosa, fascinada, irremediablemente atraída por el marco iluminado La prespectiva resultaba tan alucinante y extraña, que se podría pensar que fuera producto de la fiebre o de las drogas.
Al despuntar el alba, con las luces del amanecer, el conjunto de la escena milagrosamente se desvanecía como cuando en la función del teatro baja el telón.