Siempre pienso que has sido una equivocación. Un error. Te miro y te veo inmensa para el espacio al que estas destinada. Me pregunto cómo cargué contigo. De eso hace ya tanto tiempo, que no recuerdo de qué manera entraste a formar parte de mí, de mi vida, de mis cosas. Estoy sentada frente a ti y juego a adivinar si realmente fui yo la que te escogió o más bien me deje llevar por el agotamiento y las ganas de dar por concluida la elección, pues si algo me perturba, me desasosiega, y me angustia, es eso: Decidir.
Probablemente, tras una tarde dedicada a optar por una cosa, o por otra, esto sí, esto no, o tal vez, aturdida, con el pensamiento viajando a cualquier lugar y deseando acabar cuanto antes, alguien debió señalarte, y yo asentí por puro aburrimiento. Así pues, no fuiste elegida sino que la inercia y el cansancio te arrastraron hasta aquí. Hasta mi casa.
El salón no es muy grande y te observo con tus alas extendidas ocupándolo todo, imponiendo tu obstinada y silenciosa presencia. Tanto te dejas notar que he de estar vigilante, pues cuando menos lo espero, como si percibieras mi fastidio, mi arrepentimiento y mi desafección me lastimas con tus vértices agudos regalándome unos dolorosos moratones, que tardan días y días en desparecer. Incluso cuando hay invitados, y como si no permitieras que se cuestionase ni el mínimo detalle de tu aspecto, te sobrada descaro y dominación, para que al más pequeño comentario, dejar constancia de tu existencia tras el ataque con cualquiera de tus aristas.
Eres de vidrio y quisiera que fueses de madera, eres grande y guardarías más armonía siendo pequeña, tus ángulos agudos y destacados perderían insolencia y agresividad si sus formas se tornaran suaves y redondeadas. Tu sinuoso y extraño diseño, hace que resulte difícil encontrar una vestidura a tu medida, y por más que lo intento nada encaja ni se ajusta a tus hechuras. Todo descabalga sobre ti como un andrajo descosido.
Te miro, y sé, que si pudieras hablar me lanzarías a la cara miles de reproches, ultrajes, y desprecios. Y puede que no te falte razón, porque al final, todo acaba reposando en ti , en tu superficie, en tu cuerpo, en ocasiones hasta mis pies. Sirves de plataforma tanto para lo más insólito como para lo más cotidiano. Soportas continuamente: tazas, platos, cachivaches útiles e inútiles, y también libros, cuadernos, música… todos esos universos que completan mi vida, a los que acudo con frecuencia y de los que no puedo prescindir por su poder de curar y consolar, y por su fuerza para producir momentos de olvido.
Así pues, creo que debería pedirte perdón. Cumples tu función, tu destino, como una mesa que eres, y eso es lo que importa. Lo demás es secundario Y sé que no tengo ningún derecho para hablarte de ese modo. No tengo derecho.